04 noviembre 2003

Obsesión (Jaque)

El obstáculo

Hasta cierta hora de la mañana, mantengo obsesivamente mis rutinas.

No tengo por norma levantarme excesivamente temprano. Realmente entro a trabajar a una hora suficientemente cómoda, como para que hacerlo a las 7 y media de la mañana, me permita realizar ciertas rutinas matinales. De las que no piensas ni en su órden ni en su lógica, pero que permiten poner en orden todo lo que necesitas para empezar el día despierto.

Normalmente salgo de casa después de intentar vestirme de una forma lógica, e incluso asearme de una forma ordenada y racional. Por ejemplo, primero me afeito, después me ducho. Con esto consigo no salir de casa sin darme cuenta de que llevo espuma de afeitar bajo las orejas.

Este orden, me permite acertar incluso con la ropa, ya que he conseguido tener trajes, camisas y corbatas, que no importa cuál me ponga, siempre acierto en sus múltiples combinaciones. Los calcetines: todos negros, y así no me equivoco.

Después salgo a la calle, me acerco al bar de siempre, leo el periódico, me tomo un café, y casi sin darme cuenta me doy cuenta que estoy a punto de entrar en la oficina.

Hace ya un par de semanas, que tengo trabajo extra. Al menos una vez al año, y coincidiendo con estas fechas, tengo que proponer a la dirección de la empresa, qué quiero hacer el año que viene, cómo lo voy a hacer, y que va a significar esta propuesta en los resultados de la empresa. Evidentemente, me pongo a prueba ante la dirección, de un modo exhausivo y firme, y de conseguir o no conseguir que me aprueben mi propuesta, depende mi futuro inmediato.

Así, que ese día, el de la presentación, después que de forma reiuterada y durante varios días me levantara a las 6 y media de la mañana, me disponía a poner en marcha de nuevo mi rutina. Lo que ocurre, es que durante estos días, tuve que cambiar de bar, ya que el habitual, abre mas tarde.

Descubrí un bar al lado del mercado, donde desde muy temprano tienen abierto, y donde la gente se acerca a la barra a desayunar fuerte.

Ese día todo estaba en órden, mi rutina obsesiva de tener todo organizado para no pensar en otra cosa que llegar a la oficina, me funcionó hasta ese día.

El muchacho que se sentó en el taburete contiguo de la barra, pidió un frankfurt. La plancha del bar y la cocina, mezclaban sus sabores en el aire, aunque sin la fuerza suficiente como para pringar de olores comestibles mi traje gris (se trataba del día de la presentación). Yo agitaba con la cucharilla el café, mientras leía los titulares del periódico, y me fijaba de reojo en el bote de mostaza amarillo, de los de chorrito, realmente usado, y con un estraño bulto en la base, que le impedía asentarse de forma correcta sobre una superficie plana.

Estaba el bote como hinchado, igual que si lo hubieran llenado de aire.

De pronto le pusieron el plato con un bollo caliente abierto por la mitad, donde se apreciaba un frankfurt humeante. Yo seguía con mi periódico pero obsesionado con el frankfurt de mi vecino. La verdad es que olía francamente bien..

Agitó la mostaza, como quien lo hace con un cocktail, y me asusté. Me imaginé todo saltando por los aires. Menuda mi obsesión por preocuparme por todo lo que me rodea. Evidentemente – y en ese instante- no pasó nada de nada.

Bueno, nada de nada tampoco es cierto: En el mismo momento en el que abrió el bote, saltó un chorro burbujeante de mostaza, como si se tratara de una lata de cerveza abierta después de caer por una escalera. Lo que pasa que no manchó a nadie de mi alrededor. El único que recibió una generosa visita en forma de múltiples gotas corrosivas y amarillas, fue mi traje gris oscuro.

¡Mierda!.

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