14 abril 2003

Condena (Jaque)

LLUEVE EN MI CIUDAD.

Llovía a cántaros. Eran las seis de la tarde, y nadie en su sano juicio, caminaba sin paraguas.

Las estrechas calles del casco antiguo de mi ciudad de adopción, eran pequeños pero abundantes torrentes de agua, con los que mojabas sin remedio los bajos del pantalón y los zapatos. Incluso el agua se atrevía a entrar en mis calcetines.

No hay duda alguna que no era un dia especialmente bueno para estar de humor. Era uno de esos jueves por la tarde, que deseabas que fuera un sábado, ya que en ese caso, mis pasos me dirigirían a casa. Pero no era así, era jueves, sobre las seis de la tarde, y llovía a cántaros.

Escondido en mi paraguas negro, de lo mas clásico, cubriéndome al máximo del azote del agua que caía si cesar y me subía por los pies, y cual secante por mis pantalones, dudaba que en algún instante tuviera alguna clase de momento que me hiciera evadir de la lluvia intensa.

Realmente no recuerdo exáctamente adónde me dirigía, pero no hay duda que a pasos firmes a un lugar concreto dónde me esperaban. De hecho, para esta historia es tan irrelevante donde me dirigia, que lo he olvidado (tal vez con toda la intención).

La ciudad donde vivo, tiene calles estrechas y bien cuidadas, alrededor de los edificios que conforman el centro urbano. Una Iglesia muy bien restaurada y un edificio donde se ubica el ayuntamiento, absolutamente rodeadas de calles peatonales mal iluminadas. Entre edificio y edificio, calles diminutas. Los techos de las casas parece que se abracen mas arriba.

Hay pequeñas tabernas con luces de bombilla, que traslucen por las ventanucas y las puertas mal cerradas por donde se entra en ellas, para tomar un “chato” de vino y un “pincho”.

No hay coches en la zona, por lo que las sensaciones de la lluvia, el agua, los charcos, los pequeños torrentes y las luces con efecto de estrella tras las ventanas, provocan los sentidos y en otras circunstancias hasta podría resultar romántico.

Me fijé en que caía el agua canalizada de las gárgolas de la iglesia, a modo de chorro intenso, por lo que los ruídos mezclados del agua corriendo y cayendo en tromba a modo de lluvia, se añadía de pronto, el ruido del chorro cayendo de lo alto del tejado.

De pronto un hombre vestido con un traje tirando a antiguo, de color oscuro. Zapatos negros, calcetines a juego. Con un clavel rojo en la solapa. Repeinado hacia atrás, como si lo hubiera hecho con los dedos abiertos, y con el pelo exageradamente brillante como engrasado. La corbata roja, con algo que parecían dibujitos.

Su cara gastada por los años, llena de surcos inmensos. Tez morena, pelo negro. Manos de quien trabaja con ellas, perfiladas con la intensidad de un trabajo rudo. Con síntomas de haber entrado en mas de una taberna de las que pueblan este barrio.

Me sorprendió su aspecto. Parecía que andaba por la calle ignorando la lluvia, como ninguneándola. Pero es que el hombre iba tan empapado, que su traje parecía brillante y seco. Y encima… sin paraguas.

De pronto, y sin dejar de andar, con una voz rellena, carrasposa y juntando las sílabas sin remedio, me dirigió sus comentarios,

- Parece que va a llover. Hay unos nubarrones!!!. Serà cuestión de refugiarme en este bar de la esquina.

Justo en ese momento pasó por debajo del agua de la gárgola y lo despeinó a lo bestia, moviéndole entero hacia un lado. Se paró, se tiró el pelo hacia atrás, e insistió,

- Que me condenen si no sé que va a llover.

(…)

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